En la fragilidad de su cuerpo caminó descalza hacia la ventana, se asomó en la tristeza y vio el reflejo roto de sí misma en el cristal. Vacía en la existencia de nada, se llenó de fallas, de batallas perdidas, de errores, de llanto, de espanto. Colmada de miedos y fantasmas, de horrores, de celos, coraje, y tropiezos malditos que la hacían sentir morir. Se asesinaba de a pocos, para que nadie lo notara, para no verlo ni ella. Se sumió en almohadas empapadas de lágrimas, se refugió en las palmas de sus manos, en el grito ahogado, en las noches largas que la ocultaban de su propia visión. La soledad se volvió su única acompañante, una extraña enemiga odiada a la que recurría a falta de todo. Odiaba su cuerpo, odiaba su voz, odiaba incluso el instante en que nació. Y mirando su reflejo brillante de lluvia, se sumergió en lo más grande que tenía, su temor, y se ahogó en él.
“Niña, no temas, niña no llores, niña no pienses, no temas, no te rompas, no te hundas, no te dejes, no te mates, no te vayas. Niña, yo te quiero. Quiero tu cara y tus manos, tu llanto y tus fallas, tus rodillas raspadas de tantas caídas, tu pelo, tu respiración, tu frustración, tus miedos, tus celos, tu fragilidad, tu reflejo en la ventana, tu existencia hecha añicos, tus rincones, tus vacíos, tus lamentos, lo violento de tus tiempos, tus razones. Niña, mira bien ese reflejo, los cristales cortan, pero cómo brillan. Niña, no tengas miedo, niña”. -Dijo la soledad al ver sufriendo a la niña. Y la tomó de la mano, y la sacó del vacío, y la salvó de sí misma y se fue. Y se quedó sola de nuevo. Y se fue.
No hay comentarios:
Publicar un comentario