21 de marzo de 2020

Mi vecina

Siempre me he preguntado por qué mi vecina se quedó para siempre en esa casa desolada. Por qué nunca dejó a un marido que el día que su hermano murió, prefirió quedarse arreglando el jardín que acompañarla; por qué se quedó en casa con un hijo que le grita "mamá, eres un puto fastidio, déjanos en paz". A veces los escucho discutir en las noches, los oigo gritarse desde la cocina hasta la sala, el portón cuando se encierra en el cuarto. Y me la imagino llorando entre cuatro minúsculas paredes. ¿Por qué nos quedamos en lugares donde no nos quieren cuando todos merecemos amor? 

Otras veces me pregunto si ellos saben que los escucho cuando gritan. Cuando me la tropiezo en el ascensor, y por descuido le sonrío, trato de adivinar en sus ojos si es feliz en esa casa que seguramente llama hogar. A veces no hace falta estar solos para sentir la soledad. Otras veces, las paredes y ventanas de una casa se sienten como rejas de las que no puedes salir. 


¿Cuántas maneras tiene el maltrato 
de hacerse presente en la vida de una persona? 


Debo pensar que si yo los escucho cuando gritan, ellos también me pueden escuchar cuando peleo por teléfono, cuando grito, cuando lloro desolada en el sofá. Los dolores momentáneos no suprimen la felicidad, ¿es por eso que se queda? 

Creo que nunca tendré la valentía para entrometerme en su vida y preguntarle si, al menos una vez al día, se siente feliz. ¿Aunque sea a veces? Porque yo lo que conozco, como dice Benedetti, es su casa vista desde afuera. Pero quizás, después de los gritos, se disculpan y se vuelven a querer. Y son felices, todos juntos. Y son una familia. Tal vez por eso se queda. 

O, tal vez, ni siquiera se da cuenta. 
De lo que le falta,
de los amores a medias, 
de las no-ganas, 
de los mensajes,
de la falta de mensajes, 
del dolor inmensurable. 

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