No me queda mucho en esta realidad impuesta, por no decir que no me queda nada. Después de mucho llorar me obligué a mí misma a recordar que el dolor siempre me ha servido para crear. Y aquí estoy sentada nuevamente frente al teclado transformando mis lágrimas en palabras -de amor-.
Veo el agua salada a diario al salir de mi casa. Estoy en una isla rodeada de agua y no importa hacia dónde camine siempre termino oliendo el mar. Estoy aíslada en una soledad quasi absoluta que me obliga a recorrer los rincones de esta ciudad sin más compañía que mis pasos y mi cámara.
La calma es absoluta, tropezarse con alguien parece un milagro y, sin embargo, cuando me hablan no entiendo ni media palabra. Respiro. A veces. Solamente cuando dejo de pensar en el futuro y en el pasado, en las decisiones que he tomado y las decisiones que otros han tomado por mí. A veces me cuestiono y me trato con mucha rabia, otras veces me trato con la misma comprensión con la que escucharía a una amiga. Tengo la vida por delante pero me están metiendo una goleada en la portería.
Últimamente el mar me huele la nostalgia de todo lo que he dejado atrás. La ciudad del amor se siente vacía, triste y sola. Hace mucho frío para caminar por la playa. He vuelto a leer como un refugio contra los recuerdos; al fin y al cabo, las palabras son lo único que siempre me mantuvo cuerda.
Será el invierno más frío de todos los tiempos, pero sobreviviremos. Sobreviviré. Me repito a mi misma que soy valiente, aunque no sepa con qué se come eso. Me repito que puedo salir adelante, porque lo he hecho, he sido testigo.
Estoy empeñada en conquistar cada atardecer, en disfrutar las estrellas y el frío de la misma forma como una vez disfruté el mar. Las hojas seguirán cayendo y, eventualmente, llegará la primavera en una nueva ciudad. Ojalá.
Lo que no nos habían dicho de cuando te vas de casa es que la soledad no hace más que aumentar.
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