29 de julio de 2012

Gracias por ser el mejor amigo.

Traté de sonreír y le tendí el paquete. Lo aceptó y lo dejó en su regazo. Me acerqué y me senté junto a ella en silencio. Me tomó la mano y me la apretó con fuerza. Había perdido peso. Se le podían leer las costillas bajo el camisón del hospital. Dos círculos oscuros se dibujaban bajo sus ojos. Sus labios eran dos líneas finas y resecas. Sus ojos color ceniza ya no brillaban. Con manos inseguras abrió el paquete y extrajo el libro del interior. Lo hojeó y alzó la mirada, intrigada.
– Todas las páginas están en blanco…
– De momento –repliqué yo. Tenemos una buena historia que contar, y lo mío son los ladrillos.
Apretó el libro contra su pecho
– ¿Cómo ves a Germán?
– Bien –mentí. Cansado, pero bien.
– Y tú, ¿cómo estás?
– ¿Yo?
– No, yo. ¿Quién va a ser?
– Yo estoy bien.
– Te he echado de menos –dijo.
– Yo también.
Nuestras palabras se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en silencio. Vi como la fachada de Marina se iba desmoronando.
– Tienes derecho a odiarme –dijo entonces.
– ¿Odiarte? ¿Por qué iba a odiarte?
– Te mentí –dijo Marina. Cuando viniste a devolverme el reloj de Germán, ya sabía que estaba enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo… y creo que nos perdimos en el camino.
Desvié la mirada a la ventana.
– No, no te odio.
Me apretó la mano de nuevo. Marina se incorporó y me abrazó.
– Gracias por ser el mejor amigo que nunca he tenido –susurró a mi oído.

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