27 de diciembre de 2014

Ilusión juvenil.

Dicen que la adolescencia es una etapa de la vida que cualquier persona quiere dejar atrás. Se apresuran por crecer, por madurar. Ansían convertirse en adultos para que la sociedad les confiera esa credulidad de la que careces en tu juventud. ¿Quién iba a tomarse en serio la mentalidad de un niño cargado de hormonas? Y yo me pregunto, ¿por qué no? ¿Por qué ese empeño en infravalorar nuestras decisiones? 

Somos inestables, somos inexpertos pero, ¿qué tiene eso de malo? Disfrutamos cada día como si fuera el último, llevamos nuestras sensaciones al límite. Nos ilusionamos, nos decepcionamos y volvemos a confiar. Creamos un mundo nuevo con cada amigo que hacemos. Creemos en un futuro mágico que nos hará famosos cantantes o expertos escritores. Tenemos amores de un día, de seis meses o de dos años. ¿Qué tiene eso de malo? ¿Acaso pecamos por soñar despiertos? 

O quizá es éste mundo tan jodido que al final lo único que nos quede sea eso: madurar. Convertirnos en nuestros padres y abuelos, mirar a nuestras futuras generaciones con sarcasmo cuando nos hablen de sus planes de futuro o cuestionar a sus primeros amores por el simple hecho de no tener edad suficiente para comprometerse, para conocer el significado del amor. ¿Acaso hay un requisito mínimo de edad para llegar a querer a alguien sinceramente? 

¿Llegará el día en el que me levante de la cama y vea a mi pareja sin verla, después de años de desgastada convivencia y aun así ponga en duda el frenético latir de un corazón joven enamorado? Si lo que los adultos conocen por amor es compartir cama y gastos de facturas, no creo que yo quiera ser una de ellos.

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