
Te acercas a la esquina, y de pronto aparece na chaqueta de cuero marrón, que sin saber por qué llama tu atención.
Sigues mirando, sin miedo, sin pena. Esos zapatos perfectamente limpios, como nuevos. Hacen juego con la chaqueta. El mismo tono exacto. Luego ves el pantalón, un jean, común y corriente como los que tú sueles usar. Así empiezas a imaginarte el cuerpo debajo de su ropa, sin querer. O tal vez sí. Entonces te sientes observada, y tu mirada sube y encuentras su cara cada vez más cerca de la tuya. Su sonrisa, confiada y alegre. Notas como se da cuenta que la señora que camina a tu lado es tu madre, y la mira. Inmediatamente, sus miradas se cruzan y se quedan congeladas la una en la otra, sus ojos color caramelo a un palmo de distancia de ti.
Allí están, uno frente al otro, se quedan mirándose frente a frente por un segundo, tan de cerca que se te corta la respiración y sientes que en cualquier segundo estarán sus labios sobre los tuyos. Y el segundo pasa, y la vida sigue, continúan caminando, de espalda, de frente. Se voltean y se miran, pero el segundo ya pasó.
Cada vez están más lejos, y te das cuenta que no sabes su nombre. Giras en la esquina, te paras y quieres con todas tus fuerzas regresar y preguntarle como se llama, por qué no te invita a salir, pero ya es tarde.
Él te mira a lo lejos, pero ya es tarde.
Pero ya es tarde.
El segundo ya pasó, su momento se escapó.
Otra oportunidad más se te escapó, se fue.
El amor se fue con paso decidido detrás de sus ojos caramelo.
Y ya es tarde.