Hoy me senté en el bar de siempre a tomarme un Aperol. Nunca es muy temprano para uno. El cielo azul anunciaba una mañana helada, y el sol en la terraza se esforzaba por mantener el cuerpo cálido. En la mesa de al frente estaba sentada una muchacha, un poco más joven que yo, con la mirada más triste del mundo. No se esforzó por llamar a la camarera y, finalmente, cuando esta se acercó, pidió un café.
Me recordó a mí misma, meses antes, sentada en una mesa no lejana a ese mismo bar. Triste, llorando. Sin poder disfrutar mi pedido. Cuando, finalmente, pedí la cuenta, el camarero me preguntó por qué lloraba. "L'amore", le dije, sin ánimos de explicarme en un idioma que apenas comenzaba a escuchar. El corazón roto se ve igual, así no hables el mismo idioma.
Un rato después llegó un señor mayor. Se sentó a su lado. Me conmovió el corazón el cariño con el que intentaba animarla. Fue entonces cuando la vi retirar la mirada del paseo peatonal que nos distanciaba. Momentos después entendí que la carga de un corazón roto es peor un 14 de febrero, mientras parejas pasan abrazadas en su monopatín. Posiblemente era su padre, sentado a su lado, solo para hacerle compañía.
Ella había perdido el habla, y la sonrisa. Recordé a mi mamá diciendo que no importa lo mucho que me quiera proteger, no puede hacer nada cuando me rompen el corazón. Creo que su padre sentía lo mismo. Parece que la vida, y las ganas de vivirla, se nos escapan entre los dedos; pero, la verdad, ese dolor y esa tristeza no duran para siempre.
Mi poeta dice que quien no haya muerto siete veces en vida, es porque no ha vivido nada. Tiene razón, ¿no? El desamor es la pequeña muerte en vida. Pero, cuando estamos enamorados, la amenaza de la muerte parece leve. Y, cuando morimos, es la ilusión de volver a amar lo que nos mantiene con vida hasta que, eventualmente, nos revive.
Quisiera haberle dicho todo esto a la muchacha. Es muy difícil lanzar un salvavidas a un desconocido, cuando no saben cómo comunicarse. Cuando no se habla el mismo idioma.