29 de julio de 2012

Gracias por ser el mejor amigo.

Traté de sonreír y le tendí el paquete. Lo aceptó y lo dejó en su regazo. Me acerqué y me senté junto a ella en silencio. Me tomó la mano y me la apretó con fuerza. Había perdido peso. Se le podían leer las costillas bajo el camisón del hospital. Dos círculos oscuros se dibujaban bajo sus ojos. Sus labios eran dos líneas finas y resecas. Sus ojos color ceniza ya no brillaban. Con manos inseguras abrió el paquete y extrajo el libro del interior. Lo hojeó y alzó la mirada, intrigada.
– Todas las páginas están en blanco…
– De momento –repliqué yo. Tenemos una buena historia que contar, y lo mío son los ladrillos.
Apretó el libro contra su pecho
– ¿Cómo ves a Germán?
– Bien –mentí. Cansado, pero bien.
– Y tú, ¿cómo estás?
– ¿Yo?
– No, yo. ¿Quién va a ser?
– Yo estoy bien.
– Te he echado de menos –dijo.
– Yo también.
Nuestras palabras se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en silencio. Vi como la fachada de Marina se iba desmoronando.
– Tienes derecho a odiarme –dijo entonces.
– ¿Odiarte? ¿Por qué iba a odiarte?
– Te mentí –dijo Marina. Cuando viniste a devolverme el reloj de Germán, ya sabía que estaba enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo… y creo que nos perdimos en el camino.
Desvié la mirada a la ventana.
– No, no te odio.
Me apretó la mano de nuevo. Marina se incorporó y me abrazó.
– Gracias por ser el mejor amigo que nunca he tenido –susurró a mi oído.

28 de julio de 2012


La estación del funicular de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con paso firme nos plantamos allí en menos de diez minutos y compramos un par de billetes. Desde el andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera dibujaba un balcón sobre la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes con hilos invisibles. Nos sentamos al final del vagón y vimos Barcelona desplegarse a nuestros pies mientras el funicular trepaba lentamente.
-Éste debe ser un buen trabajo –dije-. Conductor de funiculares. El ascensorista del cielo.
Marina me miró, escéptica.
-¿Qué tiene de malo lo que he dicho? –pregunte.
-Nada. Si es todo lo que aspiras.
-No sé a lo que aspiro. No todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau, premio Nobel de Literatura y conservadora de la colección de camisones de la familia Borbón.
Marina se puso tan seria que lamenté al instante haber hecho ese comentario.
-El que no sabe adónde va no llega a ninguna parte –dijo fríamente.
Le mostré mi billete.
-Yo sé adónde voy.
Desvió la mirada. Ascendimos en silencio durante un par de minutos. La silueta de mi colegio se alzaba a lo lejos.
-Arquitecto –susurré.
-¿Qué?
-Quiero ser arquitecto. Eso es lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.
Por fin me sonrió. El funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como una lavadora vieja.
-Siempre he querido tener mi propia catedral –dijo Marina-. ¿Alguna sugerencia?
-Gótica. Dame un tiempo y yo te la construiré.
El sol golpeó su rostro y sus ojos brillaron, fijos en mí.
-¿Lo prometes? –pregunto, ofreciendo su palma abierta.
Estreché su mano con fuerza.
-Te lo prometo.

8 de julio de 2012

No puedo evitar pensar que si hubiese actuado de manera diferente, esto no se hubiese acabado… pero como he repetido tantas veces, ya es demasiado tarde.


A veces tienes que hacer lo mejor para ti, y cambiar.


Cambié, viví y te perdí.


Y ahora me doy cuenta que fue lo mejor, no cabe duda.

2 de julio de 2012

Marina, C.R.Z.


Marina me dijo una vez que sólo recordamos lo que nunca sucedió. Pasaría una eternidad antes de que yo comprendiese aquellas palabras. Pero más vale que empiece por el principio, que en este caso es el final.

En mayo de 1980 desaparecí del mundo durante una semana. Por espacio de siete días y siete noches, nadie supo de mi paradero. Amigos, compañeros, maestros y hasta la policía se lanzaron a la búsqueda de aquel fugitivo al que algunos creían muerto o perdido por las calles de mala reputación en un rapto de amnesia.

Una semana más tarde, un policía paisano creyó reconocer a aquel muchacho; la descripción encajaba. El sospechoso vagaba por la estación de Francia como un alma perdida en una catedral forjada de hierro y niebla. El agente se me aproximó con aire de novela negra. Me preguntó si mi nombre era Óscar Drai y si era yo el muchacho que había desaparecido sin dejar rastro del internado donde estudiaba. Asentí sin despegar los labios. Recuerdo el reflejo de la bóveda de la estación sobre el cristal de sus gafas.

Nos sentamos en un banco del andén. El policía encendió un cigarrillo con parsimonia. Lo dejó quemar sin llevárselo a los labios. Me dijo que había un montón de gente esperando hacerme muchísimas preguntas para las que me convenía tener buenas respuestas. Asentí de nuevo. Me miró a los ojos, estudiándome. “A veces contar la verdad no es una buena idea, Óscar” me dijo. Me tendió unas monedas y me pidió que llamase a mi tutor en el internado. Así lo hice. El policía aguardó a que hubiese hecho la llamada. Luego me dio dinero para un taxi y me deseó suerte. Le pregunté cómo sabía que no iba a volver a desaparecer. Me observó largamente. “Sólo desaparece la gente que tiene algún sitio adonde ir” contestó sin más. Me acompañó hasta la calle y allí se despidió, sin preguntarme dónde había estado. Le vi alejarse por el Paseo Colón. El humo de su cigarrillo intacto le seguía como un perro fiel.

Aquél día el fantasma de Gaudí esculpía en el cielo de Barcelona nubes imposibles sobre un azul que fundía la mirada. Tomé un taxi hasta el internado, donde supuse que me esperaría el pelotón de fusilamiento.

Durante cuatro semanas maestros y psicólogos escolares me martillearon para que revelara mi secreto. Mentí y ofrecí a cada cual lo que podía oír o lo que podía aceptar. Con el tiempo, todos se esforzaron con fingir que habían olvidado aquel episodio. Yo seguí su ejemplo. Nunca le expliqué a nadie la verdad de lo que había sucedido.

No sabía entonces que el océano del tiempo tarde o temprano nos devuelve los recuerdos que enterramos en él. Quince años más tarde, la memoria de aquel día ha vuelto a mí. He visto a aquel muchacho vagando entre las brumas de la estación de Francia y el nombre de Marina se ha encendido de nuevo como una herida fresca.

Todos tenemos un secreto encerrado bajo llave en el ático del alma. Éste es el mío.