– Todas las páginas
están en blanco…
– De momento
–repliqué yo–. Tenemos una buena historia que contar, y lo mío son los
ladrillos.
Apretó el libro
contra su pecho
– ¿Cómo ves a
Germán?
– Bien –mentí–.
Cansado, pero bien.
– Y tú, ¿cómo estás?
– ¿Yo?
– No, yo. ¿Quién va
a ser?
– Yo estoy bien.
– Te he echado de
menos –dijo.
– Yo también.
Nuestras palabras
se quedaron suspendidas en el aire. Durante un largo instante nos miramos en
silencio. Vi como la fachada de Marina se iba desmoronando.
– Tienes derecho a
odiarme –dijo entonces.
– ¿Odiarte? ¿Por qué
iba a odiarte?
– Te mentí –dijo
Marina–. Cuando viniste a devolverme el reloj de Germán, ya sabía que estaba
enferma. Fui egoísta, quise tener un amigo… y creo que nos perdimos en el
camino.
Desvié la mirada a
la ventana.
– No, no te odio.
Me apretó la mano
de nuevo. Marina se incorporó y me abrazó.
– Gracias por ser el
mejor amigo que nunca he tenido –susurró a mi oído.