28 de julio de 2012


La estación del funicular de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con paso firme nos plantamos allí en menos de diez minutos y compramos un par de billetes. Desde el andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera dibujaba un balcón sobre la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes con hilos invisibles. Nos sentamos al final del vagón y vimos Barcelona desplegarse a nuestros pies mientras el funicular trepaba lentamente.
-Éste debe ser un buen trabajo –dije-. Conductor de funiculares. El ascensorista del cielo.
Marina me miró, escéptica.
-¿Qué tiene de malo lo que he dicho? –pregunte.
-Nada. Si es todo lo que aspiras.
-No sé a lo que aspiro. No todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau, premio Nobel de Literatura y conservadora de la colección de camisones de la familia Borbón.
Marina se puso tan seria que lamenté al instante haber hecho ese comentario.
-El que no sabe adónde va no llega a ninguna parte –dijo fríamente.
Le mostré mi billete.
-Yo sé adónde voy.
Desvió la mirada. Ascendimos en silencio durante un par de minutos. La silueta de mi colegio se alzaba a lo lejos.
-Arquitecto –susurré.
-¿Qué?
-Quiero ser arquitecto. Eso es lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.
Por fin me sonrió. El funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como una lavadora vieja.
-Siempre he querido tener mi propia catedral –dijo Marina-. ¿Alguna sugerencia?
-Gótica. Dame un tiempo y yo te la construiré.
El sol golpeó su rostro y sus ojos brillaron, fijos en mí.
-¿Lo prometes? –pregunto, ofreciendo su palma abierta.
Estreché su mano con fuerza.
-Te lo prometo.

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