La estación del
funicular de Vallvidrera quedaba a unas pocas calles de la casa de Marina. Con
paso firme nos plantamos allí en menos de diez minutos y compramos un par de
billetes. Desde el andén, al pie de la montaña, la barriada de Vallvidrera
dibujaba un balcón sobre la ciudad. Las casas parecían colgadas de las nubes
con hilos invisibles. Nos sentamos al final del vagón y vimos Barcelona
desplegarse a nuestros pies mientras el funicular trepaba lentamente.
-Éste debe
ser un buen trabajo –dije-. Conductor de funiculares. El ascensorista del
cielo.
Marina me
miró, escéptica.
-¿Qué
tiene de malo lo que he dicho? –pregunte.
-Nada. Si
es todo lo que aspiras.
-No sé a
lo que aspiro. No todo el mundo tiene las cosas tan claras como tú. Marina Blau,
premio Nobel de Literatura y conservadora de la colección de camisones de la
familia Borbón.
Marina se
puso tan seria que lamenté al instante haber hecho ese comentario.
-El que no
sabe adónde va no llega a ninguna parte –dijo fríamente.
Le mostré
mi billete.
-Yo sé
adónde voy.
Desvió la
mirada. Ascendimos en silencio durante un par de minutos. La silueta de mi
colegio se alzaba a lo lejos.
-Arquitecto
–susurré.
-¿Qué?
-Quiero
ser arquitecto. Eso es lo que aspiro. Nunca se lo había dicho a nadie.
Por fin me
sonrió. El funicular estaba llegando a la cima de la montaña y traqueteaba como
una lavadora vieja.
-Siempre
he querido tener mi propia catedral –dijo Marina-. ¿Alguna sugerencia?
-Gótica.
Dame un tiempo y yo te la construiré.
El sol
golpeó su rostro y sus ojos brillaron, fijos en mí.
-¿Lo
prometes? –pregunto, ofreciendo su palma abierta.
Estreché
su mano con fuerza.
-Te lo
prometo.
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