En mi cabeza, me gusta llamar a Sesma, mi
poeta. Su poesía me acompaña casi a diario; sin embargo, hoy no consigo
recordar si se trata de “lo que hace la primavera con los cerezos”, o
viceversa.
Fue en este viaje, en el altiplano boliviano,
cuando comprendí eso que había escuchado alguna vez, posiblemente de un
profesor. Creo que fue en mi paso por la Escuela de Letras, pero no lo sé. Algo
así como que la distancia nos hace ver azules a las montañas. Sin duda incluía
las palabras distancia, azules y montaña. Qué razón tenía. A medida que
avanzábamos en el coche, los azules se pronunciaban cada vez más. De tenues a classic
blue.
No tengo dudas que, del otro lado de la
laguna, cualquiera que fuese de la decena que vimos (imposible decir
“conocimos”) en menos de una semana, había una tormenta. Sin embargo, el
silencio. La calma. La pausa. Los flamencos rosados suspendidos sobre la
plenitud, dichosos. La vida en medio del vacío.
Los rosados, la arena, las líneas que se
desdibujan. Los blancos que parecen amarillos y marrones. El indudable frío.
¿Esta realidad existe para todos? ¿Acaso existe para alguien más? ¿La viví o se
ha transformado en la edición de un recuerdo?
“Quiero hacer contigo lo que hacen los cerezos
con la primavera”. Me acordé. Pero, si este instante me recuerda a algo, es al
invierno. Un invierno duro y arduo. No es nieve derretida ni se siente la
lluvia (mentiría). La temperatura tampoco está por debajo del cero (ni cerca).
No hay árboles, ni mucho menos cerezos.
Mi madre
espera un par de pasos a mi espalda.
No estoy ahora allí, pero lo recuerdo.
Ese día creí que mi laguna favorita había sido
aquella en las faldas del volcán Pabellón. Un año después, es la serie de esta
otra la que me sigue atrayendo, cuál relámpago. ¿Es así el amor? A veces lo he
tenido al frente sin saberlo, lo he dejado pasar sin reconocerlo.
Cuando fui novia de Pabellón, conocí a JP. O
sea, a mi Laguna. Creo que fueron los colores del atardecer de Pabellón los que
me cegaron para no ver sus estrellas, porque esa noche, no brillaron. Pero los
momentos con JP se parecían tanto a estos… los colores, las texturas, los
gritos de la lluvia, pero a su vez, la calma y la plenitud. No fue, sino hasta
después que la diáspora se lo llevó, que pude reconocer que esos instantes eran
(¿son?) amor.
En este
viaje pensé mucho en él.
En lo cerca que estaba en ese momento de Argentina,
y nosotros
(¿nosotros? Qué pronombre tan complicado).
La paz de los blancos rememora a la nieve
cuando se derrite. Pero no es. Los flamencos apacibles en un azul que no es
otro, sino el cielo. La lejanía de los azules de la distancia y las montañas
(¿o volcanes?). La tormenta que no se siente, pero existe. Que no vi, pero
estaba. Las metáforas.
Si es por
culpar a alguien de las metáforas,
por favor,
díganle a mi terapeuta que ya removió suficiente
En una de las muchas reuniones de los martes
con Lucas García le conté que «el amor de mi vida» me había regalado su novela.
(¿Acaso eso eres para mí? O, ¿eso fuiste?). Me puse roja cuando
añadí que me escribiste la dedicatoria más bonita que jamás se ha escrito en un
libro. No podría decir quién de los dos se sintió más incómodo después de mis
cinco segundos de estúpida valentía. Tal vez Claudia, que entró justo después.
La más fiera de las bestias: «Tercera
parte: Revelación». Página 145. Una fotografía hecha
el 28 de diciembre de 2018 –un año después–, removió sentimientos de 2017.
Antes escribía, todos los días. Escribía para mí. Ahora escribo, regularmente,
para alguien más. A veces ni firmo mis propios textos. La mayoría de las veces
ni firmo mis propios textos. Hoy vuelvo a escribir, después de seis meses, para
mí. Para una fotografía. Para una clase. Para un profesor que vino desde otro
país que me conmueve con su generosidad.
«Supongo que a esto saben los amores
imposibles, a nostalgia de cosas que no ocurrieron». JP tenía razón. Ahora te
digo, mi amor, que lo único seguro de esta vida es que la primavera le gana al
invierno, y que siempre –recuerda esto–, llegará el verano.