El eco de tantas voces la ensordecía. Elizabeth estaba de
pie, junto a la entrada de la facultad donde esperaba a Verónica cada día,
intentando atisbar algún resquicio de ella. No podía evitar espiar de lejos las
conversaciones de las mesas, o a las personas que hacían cola para pagar en la
cafetería. Cada uno era un mundo nuevo por descubrir.
A los pocos minutos la vio a la distancia. La reconoció por
su caminar, que transmitía la sensación de que todo valiera la pena, tan linda
y auténtica como de costumbre. Llevaba una camisa azul eléctrico y su
característico pantalón vinotinto. La tarea de combinar la ropa no es su mayor
talento. Se preguntó qué pasaría por la cabeza de la gente cuando las veían,
Verónica con su aire de niño, y ella, ella que siempre ha parecido un punto
rosa. Debemos vernos graciosas, casi estereotipadas, pensó.
Se colocaron en la larga cola para pagar un delicioso batido
de fresa para Verónica y un café bien cremoso para Elizabeth. Aprovecharon que
la cola de tarjeta avanzaba lentamente —como siempre— para seguir su discusión sobre
aquel ejercicio de física que intentaban resolver anoche. Verónica tenía una
posible solución. Los reflejos azulados del mostrador le causaban un efecto muy
simpático en el cabello oscuro, que a Elizabeth no le permitían concentrarse en
la explicación.
Luego de pagar, hicieron sus respectivos pedidos. Camacho —el del café— siempre está malhumorado, pero si le dices con cariño que quieres
un café con crema —como acostumbra a hacer Elizabeth—, muy malhumoradamente te prepara un delicioso café con mucha espuma. En cambio, conseguir un delicioso
batido de fresa es tarea fácil: siempre son deliciosos.
Cuando tuvieron sus pedidos en mano, Elizabeth intentó
convencer a Verónica de sentarse en la mesita de plástico azul que acababa de
desocupar un grupo de muchachos que, por sus pintas de hippies, parecían más
bien propios de la facultad de humanidades que de ingeniería. Pero fue
imposible. Ella con su energía inagotable sólo quería caminar, le gustaba descubrir
de nuevo todo lo que ya habían descubierto juntas.
Elizabeth la tomó de la mano. Caminaban por aquél típico
pasillo de Villanueva todos los días pero siempre le conseguía algo nuevo al
recorrido. Le maravillaba que aquellos largos pasillos permitieran la
circulación del aire perenne, como cuando caminas por el campo en un día
fresco. El movimiento le otorga un colorido especial, entre el frío que
transmite el gris del cemento que rodea toda la construcción, el rojo apagado
que vuelve uniformemente por el suelo, el azul de todos los locales llenos de
libros, discos y películas, los toques de verde y marrón que deja el espacio de
tierra, los animales mendigando comida y amor, y el colorido que caracteriza a
cada una de las personas que caminan por allí a diario.
Se quedaron paradas a los pocos pasos, cuando Verónica
retomó su explicación sobre el problema, con el pie le dibujaba la fórmula
matemática sobre el piso rojo. Un par de pasos más allá se volvieron a detener,
esta vez era Elizabeth quién dibujaba sobre el suelo, ahora gris por el
cemento. Rojo, rojo, gris, y vuelve a comenzar.
A su izquierda están las dos primeras tienditas llenas de
lápices, hojas de examen, cuadernos, discos y películas. Se quedaron tan absortas
en su ejercicio de física que dejaron de observar el lugar. Pronto pasaron la
entrada a derecho con sus pequeños quioscos llenos de leyes, y fue entonces
cuando regresaron al mundo que las rodeaba. Elizabeth redujo el paso, empezó a
quedarse mirando los libros de las tienditas. Siempre le costaba mucho
conseguir cualquier cosa en esos conglomerados. Verónica se concentró en
exprimir las últimas gotas de su batido, y aprovechó la distracción de
Elizabeth para ir a botar ambos vasos.
Apenas regresó, Elizabeth —que rara vez olvidaba algo— le
recordó que debían sacar las fotocopias para su clase de la tarde, así que
pasaron sobre la tierra y se acercaron a uno de los puesticos grises adosados al
edificio ingeniería del lado derecho del inmenso pasillo. Cada vez que deben
sacar alguna copia juegan a adivinar cuál de aquellos señores habría sido de
los partidos de ultraizquierda de la década de los 70, 80 y 90 que hacían vida
en esos mismos locales. Algunas veces hasta discuten si habría pertenecido a
ruptura o la liga socialista.
Una vez tuvieron sus copias, regresaron a su recorrido
habitual. Elizabeth estaba empeñada en revisar todos los puesticos y buscar
libros entretenidos aunque nunca comprara ninguno. Pero esta vez fue Verónica
la que encontró el libro del día, casi en el último local: “El tiempo entre
costuras”, de María Dueñas. Para su sorpresa, cuando le preguntó al señor que estaba
atendiendo por el precio del ejemplar, sobrepasaba por mucho su presupuesto. Mil
quinientos bolívares, le dijo. Otro libro más que agregaron a la lista de
aquellos que no se comprarían.
Llegaron al final del pasillo, y el característico olor a
orine de las escaleras que desde hace años suben a la nada, las empañó. Elizabeth
arrugó la cara, y Verónica no pudo evitar darle un beso. Decidieron caminar
hacia la derecha, y no a la izquierda como habían hecho ayer. Cada vez que
pasaban por allí Verónica liberaba su lado sobreprotector, como si algún gran
peligro estuviese acechando. Se encaminaron hacia el pasillo de arquitectura,
mientras dejaban las canchas atrás, donde cada día pasaban eventos poco
decorosos de los que Elizabeth evitaba hablar.
Finalmente llegaron al cafetín de arquitectura, donde se
encontraron con Johel, su amigo con afro. Se quedaron hablando con él de las trivialidades
de la vida. Ese podría ser uno de los lugares favoritos de Elizabeth: tanto por
lo agradable del espacio abierto como por la gente distinta que lo frecuenta.
Dentro de poco tendrán que regresar a clase, y con eso, terminar el hechizo.
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