18 de junio de 2015

Una mañana cotidiana con Elizabeth.

El eco de tantas voces la ensordecía. Elizabeth estaba de pie, junto a la entrada de la facultad donde esperaba a Verónica cada día, intentando atisbar algún resquicio de ella. No podía evitar espiar de lejos las conversaciones de las mesas, o a las personas que hacían cola para pagar en la cafetería. Cada uno era un mundo nuevo por descubrir.

A los pocos minutos la vio a la distancia. La reconoció por su caminar, que transmitía la sensación de que todo valiera la pena, tan linda y auténtica como de costumbre. Llevaba una camisa azul eléctrico y su característico pantalón vinotinto. La tarea de combinar la ropa no es su mayor talento. Se preguntó qué pasaría por la cabeza de la gente cuando las veían, Verónica con su aire de niño, y ella, ella que siempre ha parecido un punto rosa. Debemos vernos graciosas, casi estereotipadas, pensó.

Se colocaron en la larga cola para pagar un delicioso batido de fresa para Verónica y un café bien cremoso para Elizabeth. Aprovecharon que la cola de tarjeta avanzaba lentamente como siempre para seguir su discusión sobre aquel ejercicio de física que intentaban resolver anoche. Verónica tenía una posible solución. Los reflejos azulados del mostrador le causaban un efecto muy simpático en el cabello oscuro, que a Elizabeth no le permitían concentrarse en la explicación.

Luego de pagar, hicieron sus respectivos pedidos. Camacho el del café siempre está malhumorado, pero si le dices con cariño que quieres un café con crema como acostumbra a hacer Elizabeth, muy malhumoradamente te prepara un delicioso café con mucha espuma. En cambio, conseguir un delicioso batido de fresa es tarea fácil: siempre son deliciosos.

Cuando tuvieron sus pedidos en mano, Elizabeth intentó convencer a Verónica de sentarse en la mesita de plástico azul que acababa de desocupar un grupo de muchachos que, por sus pintas de hippies, parecían más bien propios de la facultad de humanidades que de ingeniería. Pero fue imposible. Ella con su energía inagotable sólo quería caminar, le gustaba descubrir de nuevo todo lo que ya habían descubierto juntas.

Elizabeth la tomó de la mano. Caminaban por aquél típico pasillo de Villanueva todos los días pero siempre le conseguía algo nuevo al recorrido. Le maravillaba que aquellos largos pasillos permitieran la circulación del aire perenne, como cuando caminas por el campo en un día fresco. El movimiento le otorga un colorido especial, entre el frío que transmite el gris del cemento que rodea toda la construcción, el rojo apagado que vuelve uniformemente por el suelo, el azul de todos los locales llenos de libros, discos y películas, los toques de verde y marrón que deja el espacio de tierra, los animales mendigando comida y amor, y el colorido que caracteriza a cada una de las personas que caminan por allí a diario.

Se quedaron paradas a los pocos pasos, cuando Verónica retomó su explicación sobre el problema, con el pie le dibujaba la fórmula matemática sobre el piso rojo. Un par de pasos más allá se volvieron a detener, esta vez era Elizabeth quién dibujaba sobre el suelo, ahora gris por el cemento. Rojo, rojo, gris, y vuelve a comenzar.

A su izquierda están las dos primeras tienditas llenas de lápices, hojas de examen, cuadernos, discos y películas. Se quedaron tan absortas en su ejercicio de física que dejaron de observar el lugar. Pronto pasaron la entrada a derecho con sus pequeños quioscos llenos de leyes, y fue entonces cuando regresaron al mundo que las rodeaba. Elizabeth redujo el paso, empezó a quedarse mirando los libros de las tienditas. Siempre le costaba mucho conseguir cualquier cosa en esos conglomerados. Verónica se concentró en exprimir las últimas gotas de su batido, y aprovechó la distracción de Elizabeth para ir a botar ambos vasos.

Apenas regresó, Elizabeth que rara vez olvidaba algo le recordó que debían sacar las fotocopias para su clase de la tarde, así que pasaron sobre la tierra y se acercaron a uno de los puesticos grises adosados al edificio ingeniería del lado derecho del inmenso pasillo. Cada vez que deben sacar alguna copia juegan a adivinar cuál de aquellos señores habría sido de los partidos de ultraizquierda de la década de los 70, 80 y 90 que hacían vida en esos mismos locales. Algunas veces hasta discuten si habría pertenecido a ruptura o la liga socialista.

Una vez tuvieron sus copias, regresaron a su recorrido habitual. Elizabeth estaba empeñada en revisar todos los puesticos y buscar libros entretenidos aunque nunca comprara ninguno. Pero esta vez fue Verónica la que encontró el libro del día, casi en el último local: “El tiempo entre costuras”, de María Dueñas. Para su sorpresa, cuando le preguntó al señor que estaba atendiendo por el precio del ejemplar, sobrepasaba por mucho su presupuesto. Mil quinientos bolívares, le dijo. Otro libro más que agregaron a la lista de aquellos que no se comprarían.

Llegaron al final del pasillo, y el característico olor a orine de las escaleras que desde hace años suben a la nada, las empañó. Elizabeth arrugó la cara, y Verónica no pudo evitar darle un beso. Decidieron caminar hacia la derecha, y no a la izquierda como habían hecho ayer. Cada vez que pasaban por allí Verónica liberaba su lado sobreprotector, como si algún gran peligro estuviese acechando. Se encaminaron hacia el pasillo de arquitectura, mientras dejaban las canchas atrás, donde cada día pasaban eventos poco decorosos de los que Elizabeth evitaba hablar.


Finalmente llegaron al cafetín de arquitectura, donde se encontraron con Johel, su amigo con afro. Se quedaron hablando con él de las trivialidades de la vida. Ese podría ser uno de los lugares favoritos de Elizabeth: tanto por lo agradable del espacio abierto como por la gente distinta que lo frecuenta. Dentro de poco tendrán que regresar a clase, y con eso, terminar el hechizo.

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