Toda la vida, desde pequeña, me han dicho que los sueños no son ciertos, que al igual que las pesadillas, no son más que el producto de mi imaginación y no se harán realidad. Esto me ha mantenido tranquila en las noches de tormento en las que mis sueños se vuelven el invento de quien parecía ser mi peor enemigo, olas de lágrimas me llenan al despertar de la muerte de algún ser querido, de la pérdida de un hijo que jamás he tenido o de la caída más larga y tormentosa desde el barandal blanco de esas escaleras que en repetidas veces me han hecho despertar de un salto. Esas son las pesadillas.
Los sueños son en cambio más sutiles: un día soleado, el mar, algún recuerdo de infancia, y otros que no se deben contar. Pero hay unos, que yo no calificaría exactamente como sueños ni pesadillas, son algo entre los dos. Son los sueños en los que te sueño, dulces heridas que se abren para ver tus ojos y tocar tu voz, para extrañarte hasta las canas que jamás nos salieron juntos, para quedarme con las ganas que tengo de dejar de soñar contigo, para dejar de desear, que contrario a todo lo que me han dicho, los sueños sí se hicieran realidad.
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